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menosesmas
31.5.10
 
Seremos como el Chapu


Es en plano general largo y con paneo hacia la izquierda, la única manera de contarlo, dada la sorpresa, la imposibilidad de predecirlo, el cuadro que permite ver, entonces, pero darse cuenta después, luego del grito y la emoción, chiquito, abajo, los brazos de Sabella que se levantan a medida que la pelota viaja, sube y baja y, cuando empuja la red, el cuerpo inclinándose sobre la espalda, el rostro al cielo y el inmediato giro hacia el banco para el abrazo; el quite, antes, en ese mismo plano y el inmediato pedido de jugarla, dos delanteros frente a una defensa mal parada, y el Chapu, el mejor jugador del terreno no visible del fútbol, el modelo de aquello que pensamos que podríamos ser si pudiéramos, en medio de las recriminaciones al árbitro, los piques cortos a la yugular, los ojos inyectados en sangre, los rasgos durísimos, la sonrisa de hiena al acecho, ve piensa decide hundir el botín de papi entre la pelota y la alfombra, para que la cámara dibuje en el lento paneo a la izquierda lo que resta de terreno, el arquero a medio camino, la comba exacta acompañada por los brazos de Sabella, los dos gritos frente al televisor y el par de ojos que se despiertan para el festejo.
 
2.5.05
 
Mientras tanto

Mientras se calentaba el agua para el mate, unos minutos antes del comienzo del Alemania-Argentina de esta tarde, recordé el viaje a Chile a través de imágenes que condensaban momentos singulares o repetidos. Desde la sensación unidireccional en la cola del banco para pagar la reserva de los boletos de avión hasta la noche cansada, incómoda y, a pesar de ello, satisfecha en el Tienda León rumbo a Mar del Plata, pasaron los paseos por los malls, los changuitos en los enormes supermercados, el niño conduciendo sus autitos por el tapizado del auto, el cerro San Cristóbal detrás del acrílico del teleférico, las cenas, la oficina. Al escupir el primer mate –todavía frío– en la pileta de la cocina, pensé en aquel, a un costado de la salida del pueblo-calle de artesanías de greda.
Especulé después que este país es en gran parte así por momentos como ese; un país gestado en espera del agua del mate, moldeado por todo lo que se piensa y se hace –o se deja de hacer– mirando la pava sobre el fuego.

9.02.2005
 
13.5.04
 
Resignificado

“Oh, oh, oh, oh/ hay que alentar a Maradó./ Oh, oh, oh, oh/ hay que alentar a Maradó./ Hay que alentarlo hasta la muerte/ porque yo al Diego lo quiero/ aunque no sea bostero lo llevo en el corazón./ Y no me importa,/ no me importa lo que digan/ esos putos periodistas/ la puta que lo parió”, cantábamos los tres (estudiantes de Comunicación Social), rebotando sobre la vereda. Habíamos pasado la noche acostados en esas baldosas, respirando el humo que los colectivos de Avellaneda liberaban cada quince puntuales minutos, el dinero para las entradas del partido homenaje (no “despedida”) escondido en las medias.
Esa mañana, interpreté el “alentarlo hasta la muerte” como una figura para describir nuestra locura, una entrega desmedida (afectiva y económica -la popular estaba 25 mangos-) al ídolo. Una pasión que comprendí cuando, mientras Maradona daba una vuelta alrededor de la cancha para saludar a los espectadores, miré en la pantalla gigante el rostro de Eric Cantoná. El francés no podía entender eso que estaba pasando: un estadio lleno por un solo tipo, que ya había dejado de ser un jugador de fútbol (aunque ninguno de los presentes quería admitirlo).
En estos días de clínicas tapizadas, móviles a toda hora y en todo lugar y partes médicos en boca de mediocres, la cancioncita reapareció en mi repertorio. La canté en la calle, la cama y el natatorio. Pero el sentido es ahora otro: “alentarlo hasta la muerte” me suena más a animarlo, incitarlo, pedirle, Diego, por las nenas, por última vez, un último momento, en exclusivo, la nota final. “esos putos periodistas”, o vaya uno a saber quién.
 
10.5.04
 
Sea lo que fuere

no entiendo bien cómo

tanta gente vive sin querer

hacer
la revolución
 
7.3.04
 
Los goleadores nacen, los demás se hacen

Iba hacia el puesto de diarios cercano a mi casa. Mientras caminaba por la calle para despertarme con el sol de las 10:30, escuché el ruido de un motor. Sin detenerme, giré la cabeza y vi que se acercaba un camión. Por instinto natural o por experiencia social, trabé mis músculos: los de la espalda, los brazos, el cuello y hasta (creo) los que recubren el cráneo. No alcanzó para evitar completamente la sorpresa (y el dolor) que me causó la piedra al golpear mi brazo izquierdo. Un ardor inmediato, fluctuante, localizado cerca del hombro. Volví a mirar hacia el vehículo, ya un par de metros detrás de mí. Lo acompañé con los ojos mientras me rebasaba: descubrí cuatro o cinco rostros asomados entre la lona que cubría el perímetro de la caja del camión y la que hacía de techo; rostros anónimos como los de los chicos que mueren de hambre en Argentina, como los de las víctimas del gatillo fácil, como los de esas chicas que son violadas y asesinadas y arrojadas en los bosques o a las fieras y aparecen en las pantallas de televisión, rodeadas de llanto y luego desaparecen y vuelven al anonimato.
“Negros de mierda”, podría haber pensado. Pero pensarlo (o decirlo) hubiera sido un error.
Está claro para mí (y para ellos) que su piel era mucho más oscura que la mía, por más que mi blancura se encontrara oculta bajo el bronceado conseguido en ociosas tardes de verano en las playas al sur del faro. Decidí no utilizar la frase en cuestión porque la preposición “de” indicaría que el ser “de mierda” es una característica intrínseca de los agresores, como si hubieran nacido rellenos de heces, como si revolcarse entre excrementos fuera su seguro origen y su invariable destino.
En vez de referirme a ellos como “negros de mierda”, considero apropiado describirlos como “hechos mierda”, sin detenerme en tonalidades epidérmicas. “Oprimidos”, en términos de Paulo Freire, inmersos en una situación que los llevó a agredirme sólo por estar caminando despreocupadamente en mitad de la mañana cerca de calle Güemes, por mi cabello relativamente rubio, por representar (sin que sea mi intención) aquello que odian, que aborrecen, que desean eliminar y no pueden, no saben, sólo tiran una piedra al lugar equivocado (no porque yo me considere libre de pecado, sino porque no creo ser el pilar que haya que derribar para solucionar sus -y por eso nuestros- problemas).
Algo tenemos en común: ellos no saben cómo acercarse a mí, yo tampoco conozco la manera de llegar hasta ellos.
 
va siendo

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